Un algo ahí

Caminar es un acto de extraña intimidad entre una persona y su ciudad. Forzado a atravesar los espacios con todos los sentidos agudizados y envuelto por el lugar que recorre, sin la protección de la carrocería del carro o el bus, sin la velocidad ni la adrenalina de ir sobre un motor de motocicleta, o sin la estatura y el precario equilibrio de la bicicleta, el transeúnte no tiene más remedio que fijarse en el lugar que transita.  Ir a pie por Bogotá es una experiencia fraccionada entre la atención a la ruta que uno elige y la distracción que propicia el andar.  De manera simultánea aparecen las reacciones a los estímulos externos (músculos que se tensan con la inminencia de un cruce, una nariz húmeda si hace frío, los ojos llorosos cuando arranca el bus que deja suspendida su amarga nube de humo negro) y la relajación mental por el hecho de estar en movimiento, en la calle.  Exponerse al exterior tiene siempre un efecto vigorizante, con el viento helado, un olor, o las luces de los negocios que excitan los sentidos adormecidos bajo el confort de la vida doméstica.  Salir a caminar ofrece además la posibilidad de la deriva, de una circulación sin función ni dirección:  uno puede caminar porque sí, libre de culpa y por donde le de la gana, solo para ver qué hay afuera.  

Caminar es un ejercicio orgánico que ajusta su cadencia a los cambios de ritmo, como el palpitar del corazón.  A la hora del almuerzo el tempo de las calles es impuesto por la avalancha de oficinistas que se empujan ansiosos antes de comer y después arrastran sus pasos pesados mientras se comen un helado de postre.  Luego en horas o calles poco transitadas, donde el flujo de la masa se disuelve como un río que se ensancha de repente, el transeúnte puede volver sobre sus pasos, cambiar de andén, bajar la velocidad e incluso detenerse del todo a capricho de su voluntad.  Pero ¿qué lo detiene? ¿qué desvía su atención?  Un grito en una esquina, un saco en una vitrina que le recuerda a alguien, un libro en un escaparate que promete acercarlo a un tema vagamente perseguido, un bollo de mierda, el hueco de una alcantarilla sin tapa, objetos plásticos a la venta sobre paños en el piso, la presencia amenazante de una persona, los olores de una panadería.  Y a veces, cosas incomprensibles que simplemente llaman su atención:  un color brillante, un inesperado silencio visual, una textura, una sombra. Un objeto fuera de lugar que con su incongruencia no hace sino acentuar la norma, como un destello que hace más densa la oscuridad que le rodea.  Un algo ahí, que bien podría ser el resultado de un pequeño gesto humano que dijera:  aquí estuve, existo y con mi existencia transformo el paisaje.  Así, aunque rara vez se vean personas en estas fotos, casi todo lo que se ve en las imágenes (iba a poner sucede pero es una palabra demasiado dinámica para una huella) es un testimonio de la vida humana, en el sentido amplio de la ciudad como construcción humana, pero sobretodo en el sentido oculto de la vida de la gente que sucede, esta sí, dentro de la ciudad.  Tal vez cuando uno ve un perro en un parqueadero no está viendo solamente un animal peludo, sino la evidencia de una relación mutualista de dos especies en un entorno urbano donde nociones como la inseguridad, la propiedad privada y la industria automotriz condicionan las decisiones que toman las personas para tener un lugar en el mundo, como tumbar la casa para poner un parqueadero.  O tal vez uno simplemente se detiene porque el perrito se ve como tierno ahí todo enrollado.

Bogotá es una ciudad impredecible, palpitante de dinámicas opacas, habitada por personas que deambulan en un estado permanente de alerta, erizados con todo ese ruido y ese clima voluble.  Como actores improvisando en una escenografía cambiante donde el caprichoso luminotécnico es el verdadero director de la obra, andamos medio aturdidos por una ciudad que se transforma ante nuestros ojos, sorprendidos de lo que perciben los oídos cada vez que escuchan que Bogotá es una ciudad gris.

Ahora está eso de tomar fotos.  Una cosa es fijarse en algo y otra es tomarle una foto.  ¿Por qué guardar la imagen de algo?  Uno supone que el turista quiere quedarse un poco más en los lugares que visita y la foto es una promesa de extender la experiencia, que puede ayudarle a recordar y tal vez a entender eso que vio brevemente.  ¿Por qué toma fotos un bogotano de su ciudad?  Tal vez también queremos entender algo.  Bogotá es una ciudad hostil, peligrosa, sucia, más bien fea, de arquitecturas sordas, construcciones contrahechas intervenidas una y mil veces, de edificios erigidos a ciegas, unos sobre otros, separados o unidos por vías rotas con serios problemas de circulación, y la gente, toda esa gente ahí como tratando de sobrellevar con dignidad lo que le tocó o lo que eligió, que viene siendo lo mismo.  

La lluvia se desprende del cielo, atraviesa el aire denso y todos corren con bolsas y periódicos que cubren sus cabeza gachas.  Luego de un rato y sin avisar, se derrama el sol sobre todas las cosas y las unge con su anaranjada gracia. De pronto todo se impregna de luz:  el ladrillo encendido que recuerda el fuego primigenio, las gotas de la reciente lluvia resplandecientes como cristales, las ventanas de las oficinas devolviendo la imagen reflejada de los cerros, de repente tan vivos, y todo se despierta de su letargo en una especie de milagrosa exaltación que altera el desorden natural y por unos pocos minutos reconcilia, desagravia, armoniza y limpia todo lo demás.  Ese algo ahí, se vuelve un todo, acá.  Tomar la foto sería conjurar la prolongación de ese momento, el deseo fútil de atrapar lo inasible y detener el tiempo, como si fuera posible, y en ese intento vano descubrirse amando todo eso que se evade:  la luz fugitiva, el brevísimo instante en que se vislumbra esa rara belleza que nos hace secretamente felices en Bogotá.

Por último, está el asunto del tamaño de las imágenes acá impresas:  la baja resolución de los archivos es inseparable de la foto misma.  Si la fotografía fuera una práctica delincuencial (en algunos lugares lo es), habría dos tipos de fotógrafos:  los criminales profesionales de cuello blanco con sus sofisticadas cámaras que producen imágenes perfectas, y los raponeros de ocasión que se hacen a una foto cuando se da la oportunidad.  Yo pertenezco a este último gremio, que es el que mejor se ajusta al caminante bogotano, así que todas las fotos han sido tomadas con cámaras de bolsillo y ahora casi exclusivamente con el teléfono.  Son fotos furtivas, tomadas con prisa antes de que cambie la luz, se despierte el perro o se de la vuelta el vigilante y se quiebre ese instante irrepetible que no habría podido ver si no hubiera estado ahí, caminando por Bogotá.

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Texto publicado en la colección de cuadernillos de fotografía / Proyecto editorial de Manuel Kalmanovitz para el 45 Salón Nacional de Artistas (2019) - Edición limitada de 100 ejemplares numerados y firmados.

Mala memoria, malas fotos

Percibir la vida (el tiempo que es la vida) desde la imagen fotográfica es un acto de fe en la ilusión. Viendo fotos cree uno que hubo un ayer y un año pasado. Nuestra memoria, defectuosa, ha encontrado en las fotos una extensión, una antorcha para guiarse en los tortuosos caminos de los recuerdos. La foto ha sido testigo de la fugacidad del instante, intangible fuera de ella. Elige uno lo que quiere recordar, elabora su pasado y moldea los recuerdos de la misma manera en que se proyecta hacia un futuro del que nada sabe. Sin embargo, tal vez la única imagen confiable del pasado es el presente: lo que uno es ahora es lo que ha sido y lo que no ha podido ser.

Cada vez que aparece una nueva tecnología que amenaza con revolucionar el estado de las cosas, en el caso de la fotografía la imagen digital (levedad), uno tiende a abrazar, como en una emotiva y romántica despedida, aquello que ha sido y que conoce: la imagen análoga (densidad). Con la cámara digital las tomas se multiplican y las impresiones disminuyen: la elección de la foto que merecerá pasar al papel es más exigente y la voluntad evita las fotos inútiles, las tomas fallidas, borrosas y aburridas. La elegida perdurará y representará los valores culturales (estéticos) de una época y las decisiones individuales del fotógrafo. Las equivocaciones serán, literalmente, borradas de la memoria.

Uno se equivoca mucho. Obedece a impulsos oscuros, cree que ha visto algo y reacciona: obtura. Intenta en vano atrapar lo inasible y falla en el encuadre o en la velocidad. En medio de esos torpes cálculos de luz y malas composiciones, aparecen de repente las buenas fotos, siempre por accidente, haciendo del error una norma y del acierto una rareza. El instante decisivo de Henri Cartier-Bresson es un mito que se derrumba al leer que se quedaba en el punto compuesto todo el tiempo que fuera necesario y obturaba cuantas tomas hicieran falta para obtener esas composiciones perfectas. Construía sus imágenes con cuidado y paciencia. No hacía disparos azarosos. La cámara digital es muy generosa en ese sentido: uno se puede equivocar muchas más veces, disparar en modo metralleta y en uno de esos le atina.

En el ejercicio de revisar los pocos aciertos de mis archivos análogos apareció el error de manera abundante y contundente: la alarmante recurrencia de las malas fotos me hizo preguntar por qué tomé todas esas fotos, qué es lo que estaba buscando e incluso por qué las consideraba malas. Me dispuse entonces a fijarme más en esas tomas anodinas para descubrir otra visión de mi vivencia. Una imagen periférica de la experiencia y de la mirada que señala, no lo que yo quería que se viera, sino todo lo que no quise o no pude ver.

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*Texto del 2003 para el concurso de fotografía Canon, al que mandé una tonelada de fotos malas. Lógicamente, no solo no gané nada, sino que perdí (me deshice de) un archivo enorme de errores.

Chiripa

Esteban y Nobara no se conocían hasta que, en Internet, empezaron a encontrar sus fotos tomadas por el otro. Más allá de cierta afinidad por unos temas particulares lo que les hizo iniciar esta conversación fotográfica fue el número de tomas casi idénticas de los mismos lugares, separadas a veces por horas y otras por años, como si se tratara de gemelas separadas al momento de nacer, solo que en este caso, lo extraordinario es que son gemelas a pesar de haber nacido en momentos diferentes y de padres distintos.

Ante las preguntas acerca del azar, la originalidad y la casualidad decidieron juntar las fotos, presentarlas como se haría con las hermanas perdidas, y el resultado es este libro. Las fotos que aparecen acá fueron tomadas en un período de 11 años por un señor y una señora que nunca han coincidido en el mismo momento y a veces ni siquiera en el mismo lugar y no obstante se parecen mucho, son dos miradas similares, si bien paralelas, hacia el mundo; podrían ser la ilustración del lugar común y sin embargo señalan la diferencia: el encuadre, el ángulo, las condiciones climáticas, la fecha o la calidad de las cámaras operan como elementos determinantes para entender las sutiles diferencias detrás de las grandes casualidades.

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*Texto para el ensayo fotográfico “Chiripa”, creado a destiempo con Esteban Borrero desde 2016