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Mala memoria, malas fotos

Percibir la vida (el tiempo que es la vida) desde la imagen fotográfica es un acto de fe en la ilusión. Viendo fotos cree uno que hubo un ayer y un año pasado. Nuestra memoria, defectuosa, ha encontrado en las fotos una extensión, una antorcha para guiarse en los tortuosos caminos de los recuerdos. La foto ha sido testigo de la fugacidad del instante, intangible fuera de ella. Elige uno lo que quiere recordar, elabora su pasado y moldea los recuerdos de la misma manera en que se proyecta hacia un futuro del que nada sabe. Sin embargo, tal vez la única imagen confiable del pasado es el presente: lo que uno es ahora es lo que ha sido y lo que no ha podido ser.

Cada vez que aparece una nueva tecnología que amenaza con revolucionar el estado de las cosas, en el caso de la fotografía la imagen digital (levedad), uno tiende a abrazar, como en una emotiva y romántica despedida, aquello que ha sido y que conoce: la imagen análoga (densidad). Con la cámara digital las tomas se multiplican y las impresiones disminuyen: la elección de la foto que merecerá pasar al papel es más exigente y la voluntad evita las fotos inútiles, las tomas fallidas, borrosas y aburridas. La elegida perdurará y representará los valores culturales (estéticos) de una época y las decisiones individuales del fotógrafo. Las equivocaciones serán, literalmente, borradas de la memoria.

Uno se equivoca mucho. Obedece a impulsos oscuros, cree que ha visto algo y reacciona: obtura. Intenta en vano atrapar lo inasible y falla en el encuadre o en la velocidad. En medio de esos torpes cálculos de luz y malas composiciones, aparecen de repente las buenas fotos, siempre por accidente, haciendo del error una norma y del acierto una rareza. El instante decisivo de Henri Cartier-Bresson es un mito que se derrumba al leer que se quedaba en el punto compuesto todo el tiempo que fuera necesario y obturaba cuantas tomas hicieran falta para obtener esas composiciones perfectas. Construía sus imágenes con cuidado y paciencia. No hacía disparos azarosos. La cámara digital es muy generosa en ese sentido: uno se puede equivocar muchas más veces, disparar en modo metralleta y en uno de esos le atina.

En el ejercicio de revisar los pocos aciertos de mis archivos análogos apareció el error de manera abundante y contundente: la alarmante recurrencia de las malas fotos me hizo preguntar por qué tomé todas esas fotos, qué es lo que estaba buscando e incluso por qué las consideraba malas. Me dispuse entonces a fijarme más en esas tomas anodinas para descubrir otra visión de mi vivencia. Una imagen periférica de la experiencia y de la mirada que señala, no lo que yo quería que se viera, sino todo lo que no quise o no pude ver.

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*Texto del 2003 para el concurso de fotografía Canon, al que mandé una tonelada de fotos malas. Lógicamente, no solo no gané nada, sino que perdí (me deshice de) un archivo enorme de errores.